Thursday, August 22, 2013

La lluvia

Música de los Rodriguez. Aproximadamente las dos de la mañana. Había estado lloviendo todo el día. Una de esas lluvias persistentes que lavan la cara gris de la ciudad. Lluvia constante, fría. Como un llanto del cielo oscuro.

Se acercó a la ventana y pensó en la lluvia y la música como referentes. Siempre tenían algo que ver con sus estados de  ánimo. Creía que a todo el mundo, en cierta forma le pasaba lo mismo. No creía que la lluvia pudiera determinar sus depresiones, solo sentía que las acompañaba, más parecida a un síntoma que a una causa de enfermedad.

Sabía que no se encontraba tan triste, inexplicablemente triste, por la lluvia o por la música. Era en parte debido a que él, en mayor o menor medida, siempre estaba triste. El era triste por definición. Por otro lado, ella había viajado y él se encontraba nuevamente solo. La extrañaba de noche y también de día, en días lluviosos que parecía que no iban terminar, al menos mientras él no pudiera volver a verla.

Ella había viajado y él se quedó rumiando sus ideas. Eran solo unos pocos días. Los suficientes para extrañarse un poco, hubiera dicho ella, tan práctica como de costumbre.
En cambio él se sentía como un preso que cuenta los días, las horas que faltan para salir, haciendo marcas en la pared. El no hacía marcas en la pared, le hubiera dado vergüenza, solo las imaginaba. No se desesperaba, solo luchaba contra la lluvia, la impaciencia y la angustia crecientes. Se sentía un adicto o algo así. Y esperaba. Esperaba que ella volviera y lo tocara, y le devolviera la vida o le sacara la tristeza. Y el tiempo pasaba. Segundo a segundo. 60 segundos eran un minuto, 60 minutos eran una hora y 24 horas eran un día. Así una y otra vez.

Y los días pasaron y cuando ya estaba a punto de comenzar a rayar las paredes en serio, ella volvió.

La vió y casi le confesó que la quería, que no podía decirlo pero que la quería, y que cuando ella lo abrazaba y lo miraba y lo acariciaba él sentía que ya no estaba triste. Quería decirle que, en otro momento, él le hubiera escrito una poesía o le hubiera regalado la única medalla que le quedaba de cuando era chico, la cual era muy importante por un motivo que él ya no podía recordar. Quería prometerle que iba a tratar de hablar siempre en serio, o casi siempre, para que ella no se enojara más. Explicarle como el tiempo no pasaba cuando ella no estaba, o mejor dicho pasaba demasiado rápido y parecía que uno hubiera envejecido un millón de años sin verla.  

Se quedó mirándola y empezó a llorar. Ella lo abrazó y lo besó, y él la besó, pero más tarde, como si estuviera medio dormido. Y ella le tomó la cara entre las manos y le empezó a secar las lágrimas. Y las lágrimas no paraban y parecía que iban a seguir y seguir.

El no decía nada y ella lo miraba y lo acariciaba despacito, como si se fuera a gastar. El no decía nada y no podía darse cuenta de que seguía llorando. Hasta que empezó a sentirse mejor, más tranquilo, más liviano. "Como un pan lactal" pensó, y la idea le dió gracia. Quiso reírse, pero se dió cuenta, ahora si, que estaba llorando y que ella lo miraba con esa cara de mamá  preocupada. Pensó si a lo mejor nunca se había dado cuenta que él, en realidad, nunca se daba cuenta de nada, y la idea ya no le dió gracia. Y mientras pensaba todo eso, seguía llorando, como en segundo plano, como si estuviera masticando o respirando. Y pensó si algún día podría parar y si algún día, tal vez hasta la tristeza se cansara de él y lo dejara.

Y ella también empezó a llorar, porque no podía entender lo que le pasaba, lo que él sentía cuando la miraba y comenzaba a llorar. Y lo abrazó, ahora con desesperación, como aferrándose a él. Fue dejándose llevar y fue cayendo de rodillas, como erosionada por el llanto.

Y de a poco, el dolor fue pasando y ella se quedó mirándolo desde abajo. Y de pronto, inesperadamente, él también dejó de llorar. Y supo, ahora sí, que la tristeza se había ido, al menos por un tiempo. Y mientras empezaba a llover de nuevo, la besó y sonrió y empezó a pensar que, a lo mejor, podía intentar levantar a su mujer del piso, para que dejara de mirarlo con esa cara de preocupación.

Estar muerto

Estar muerto no era como imaginaba. No hay cielo con nubes como muestran en las películas. En realidad, uno no se va a algún lugar distinto. Simplemente estas muerto, consciente de las cosas, pero muerto. Transcurriendo el tiempo en otro plano. Al lado de la gente y en los mismos lugares de siempre, pero a la vez distante. De vez en cuando incluso al lado tuyo.
En esos días que me olvido que estoy muerto, me acerco despacio hasta los lugares donde se que vas a estar y te miro. Solo puedo mirar, creo que a veces ni siquiera puedo escuchar lo que la gente dice, pero creo que a estas alturas eso tampoco importa. Me di cuenta que cuando estaba vivo realmente no prestaba mucha atención a lo que los demás decían, así que eso en realidad no me preocupa demasiado. Y de todas formas siempre están los ruidos alrededor, como una permanente música de fondo llenándolo todo.
No puedo tocarte. No es como en las películas de fantasmas, donde el tipo estira la mano y pasa a través de la gente y las paredes. Simplemente tengo la certeza de que no puedo tocarte. Y me limito a mirarte y ver tus manos moviéndose, tu cabeza yendo de un lado a otro, mientras te apartas el pelo de la cara y seguís limpiando la casa donde vivíamos. Tu cuerpo delgado bajo las ropas, moviéndose. Eso si se extraña. Tu cuerpo, tu piel. Es extraño extrañar algo así sin tener siquiera un cuerpo. Algo que tocar o que se pueda tocar. Y me doy cuenta que en realidad ya te extrañaba de antes de estar muerto. Era como que estábamos juntos, pero a la vez separados. Separados de lo que cada uno esperaba del otro. Eso que al comienzo estaba ahí, pero después se fue diluyendo, junto con las caricias, las miradas donde podíamos encontrarnos. Eso que se fue transformando en un espacio grande, muy alto, con una imagen de lo que éramos en la otra punta, lejos al fondo. Y el espacio se fue llenando de cosas que también tenían que ver con nosotros, pero con otros nosotros, no los que éramos cuando nos conocimos.
Y después un día me morí y me di cuenta que cuando estaba con vos, ya no estaba con vos.

La Plaza

Era una mañana como cualquier otra. La somnolencia y la fiaca no disipadas por el café solitario del desayuno, lo acompañaban camino al trabajo. Todavía no había terminado de abrir los ojos por completo. Hacía menos de veinte minutos que el despertador lo había traído de regreso al mundo de los mortales. Y mientras caminaba apurado por la calle, trataba de acordarse de las cosas que tenía que hacer esa mañana. El viento que de a poco empezaba a soplar prometía  facilitar las cosas y ya estaba llegando a la plaza con el piloto automático puesto. Le gustaba pensar que era piloto, que era un avión y jugaba a imaginar vuelos rasantes por las calles vacías. Alguna que otra maniobra, sacada de las películas de guerra, le venía de vez en cuando a la cabeza y entonces hacía algo osado, como cruzar la calle o cortar camino por medio de las plazas.
Dormido, empezó a cruzar diagonalmente la plaza de la Intendencia y mientras rodeaba uno de los monumentos, erigido en el epicentro del paseo, pensaba en la improbable utilidad de una "Central de Semaforización Inteligente", que de eso se trataba el monumento o edificio en cuestión. En ese momento los vio.

Su visión de la realidad cambió automáticamente. Cámara lenta. Planos cortos. Blanco y negro.
Eran dos. Venían caminando por el pasto. Flacos, muy flacos. Pelo largo, oscuro, aparentemente muy sucio, a medio camino de un trenzado rasta. Uno tenía barba. Ojos oscuros, muy abiertos. Camperas de jean y vaqueros ajustados, no sabía si elastizados, más bien tipo Heavy. Zapatillas blancas muy sucias y borceguíes. Discutían. Podía verlos gesticular, pero no alcanzaba a oír lo que decían. Estaban nerviosos. Empezaban a putearse. Eso si lo podía escuchar.
Dejo de caminar y giró en dirección a ellos. En ese momento se dió cuenta de que no era el único. A pocos metros delante de él una mujer también se había parado a mirar. Cómplice.
Siguió mirando el cuadro animado y decidió obviar los sonidos, concentrarse en las imágenes, los movimientos.
La pelea, discusión o lo que fuera, seguía. Un empujón, otro empujón. Aparentemente estaba por presenciar una típica demostración de violencia física, o mejor dicho la versión underground de una típica demostración de violencia física.

Intentó predecir una piña y se equivocó. En ese momento uno manoteó los pelos del otro y lo tiró al pasto en medio de una rabiosa puteada. El caído, con una poco ortodoxa patada tumbó al piso al que había quedado en pié y se empezaron a pegar galletazos con los puños cerrados. Las puteadas y gritos seguían, y aparentemente nadie pensaba cortar la escena. Escena, como en el cine, le gustó la idea.
Se cansaron enseguida. Quedaron tirados boca arriba, uno al lado del otro. En el fresco de la mañana podía ver el vapor de sus respiraciones subir regularmente.
Espero un momento. Cuando ya se estaba por ir, siguiendo su camino al trabajo, vió que los dos se paraban trabajosamente. Se miraban. Esperó que uno de los dos sacara un cuchillo y cortara al otro. En lugar de eso, se acercaron y uno cruzó su brazo por encima del hombro del otro. Se abrazaron y se fueron caminando por el pasto. Se bamboleaban rítmicamente y seguían la misma dirección por la que habían venido. (Fundido a negro y final).

Lentamente, él también empezó a caminar. Pensó en que iba a llegar tarde al trabajo y no iba a poder explicar porqué. Pensó finalmente, instantes antes de comenzar a olvidar el cuadro, que si él hubiera sido el director, hubiese usado el cuchillo.

El mejor momento de la semana

Eso de que los chicos crecen muy rápido es cierto. Mi hijo de golpe se volvió un pre-adolescente. Cuando lo miro a sus ojos hermosos, trato de encontrar a mi bebe en ellos. Es como que dentro de ese niño que juega al futbol con sus amigos y empieza a elegir la música que le gusta escuchar, sigue estando escondido mi pequeño bebito, solo que necesito esperar a que se distraiga para que pueda volver a verlo. Y mientras lo acompaño a la salida del colegio o mientras volvemos en el auto a casa, trato de encontrar un momento donde me deje ver su verdadera cara de bebe. En general es difícil que baje la guardia. Pero ya me di cuenta que cuando lo llevo temprano los jueves a Inglés y se baja medio dormido del auto y camina de mi mano los 20 metros que nos separan de la puerta del instituto, debajo de sus pelos desordenados me deja ver su cara de bebe. Su mano en mi mano vuelve a ser la de mi hijo cuando tenia 2 años y ese, definitivamente, es el mejor momento de la semana.

Mi hijo juega al futbol

Mi hijo juega al futbol. No lo practica como deporte, entrenando concienzudamente para mejorar su rendimiento partido a partido, pensando en cuantos goles va a meter el próximo fin de semana. Es simplemente un niño hermoso de 10 años que juega al futbol. Juega en la escuela de futbol, juega en el baldío de la cuadra y juega en la canchita de a la vuelta. Y se divierte. Y me divierte cuando lo miro jugar, suficientemente a la vista como para que sepa que estoy ahí acompañándolo, pero siempre tratando de elegir las palabras de aliento de forma tal que el juego siga siendo juego. Y nos divierte a todos como cuando hace un tiempo atrás fuimos a jugar contra la escuelita de futbol de otro colegio un sábado a la mañana que nos morimos de frío.

Lo pusieron de 9 de arranque. Y trató indolentemente de superar una y otra vez a los 2 defensores altos y flacos que le tocaron en esa mañana de pasto sintético mojadito por el rocío. Digo indolentemente porque el estilo de juego de mi hijo es más bien una mezcla de Riquelme con fiaca y manos a la cintura y Picante Pereyra sin tanto picante... pero el loco es mas bien pícaro y en medio de sus intentos de gambeta, escuche al lado mío al padre de uno de los defensores que le decía a otro papa del mismo colegio: "Uh, pobre flaco, siempre le tocan estos petisos habilidosos"... 

Mi hijo siguió intentando, junto con sus compañeros de equipo, superar la férrea defensa de los contrarios, hasta que en una jugada le tiraron un pase en profundidad al medio de los 2 defensores y la pelota, que venia fuerte, recta, bien dirigida como un misil al medio de la defensa, le pegó en el taco y le quedó muertita, pero detrás del pie. Y en ese momento, mi hijo, para tratar de pasar a los 2 defensores que lo salieron a cerrar desesperados y desafiando toda lógica amarreta, tiro una rabona. Y la rabona le salió a medias y la pelota rebotó en los pies de unos de los contrarios y los 2 flacos lo terminaron haciendo un sándwich mientras despejaban la pelota lo más lejos que podían. Y en eso lo escuche al padre del defensor diciendo: "que divino el pendejo, mira la rabona que tiró" y ahí ya no escuche más nada y solo me quedé duro con una sonrisa dibujada en la cara, mirando a mi hijo bajo el sol frío de la mañana, levantándose del piso y riéndose por la travesura que acababa de intentar, mientras trataba de no ponerme a llorar de emoción, como ahora mientras escribo estas líneas y me vuelvo a acordar de esa jugada.

Bondi

Un viaje interminable. Todos los viajes iguales. Generalmente en colectivo. "Bondi" le decían. Muy de vez en cuando un viaje en avión, como una aproximación al Primer Mundo. Lo único que recordaba de esos episodios aéreos era la aceleración del despegue y el aire acondicionado demasiado frío, lo demás parecía haber sido  borrado de su memoria, como esas cosas rutinarias a las que uno no les dá importancia.


-Viajar cansa. - Pensó en voz alta. La mina del asiento de al lado lo quedó mirando. Empezó a mover la boca, pero él no podía escucharla a través de la voz de Julio Sosa. Apagó el MP3.


-¿Me hablaste? - Dijo ella por tercera vez.


- Disculpame. Estaba pensando en voz alta. 


La mina lo miró una vez más y después siguió leyendo una revista. Un artículo acerca de las tribulaciones de la rata de agua del horóscopo chino. Él recordó su destino de Chancho de metal y Acuariano. Era un buen tipo, de buen corazón, un poco celoso y demasiado racional, su piedra era el jade verde o algo así. En los horóscopos todos son buenos tipos, pensó. Cuestión de no dejar desconforme a nadie.


- Te imaginás un horóscopo que dijera "Usted es un cagador que traiciona a todos a su alrededor". La idea le dió risa. Es gracioso pensar en toda esa gente yendo por la vida con un horóscopo bajo el brazo, guiándose por los designios de un estudioso de los signos astrales. Gente que se relaciona con los demás según el signo bajo el cual nacieron, una especie de racismo.  Se preguntó qué tan "creyente" sería la mina del asiento de al lado. No se animó a preguntar. Eran extraños. Desconocidos viajando juntos.


Uno viajaba al lado de alguien durante horas y no había nada de qué hablar. Cada uno en su cajita de cristal viajando con motivos diferentes. En el mejor de los casos uno encontraba alguien con quien hablar y no importaba lo que dijeran, en algún momento uno de los dos o los dos tenían que bajarse de la vida del otro. Era raro, tanta cercanía física y tanto desconocimiento del otro.


La persona de al lado podía ser un asesino, un doctor, una loca, un ignoto científico, o solo tener algunas mañas y caprichos particulares. Daba lo mismo, siempre se podía mentir a alguien que no se iba a volver a ver.


- ¿Crees en el horóscopo chino? - Preguntó por fin.


- No. Pero ya leí toda la revista. Me aburre viajar. - Contestó la mina y lo miró a los ojos. Ojos verdes, lentes de contacto. Lindos.


- A mi también. Y viajo bastante seguido. - Eso era cierto. Le gustaban los ojos de la mina. Eran los lentes de contacto.


- Yo no. Viajar me gusta pero me aburre. Me aburre más de lo que me gusta. - Parecía una nena.


- Yo ya me acostumbré. Al principio me cansaba, después de un tiempo me seguía cansando y ahora simplemente me canso de viajar. - Humor fácil. Típico. También solía ser irónico. La mina no se rió.


- Ya perdí la cuenta de los viajes, son años. - Agregó. Definitivamente le gustaban los ojos de lente de contacto, y las pecas. Pecas en la nariz, en las mejillas, la espalda. La mina de al lado no tenía pecas.  


 - Todo empezó cuando me fuí a estudiar. - Dijo él, después de una pequeña pausa, dando comienzo a una de sus interminables alocuciones. Era un gran hablador. Trabajaba de eso. Docencia le decían ahora. Como contar cuentos.


- ¿Qué estudias? - Preguntó la mina.


- Estudiaba. - Corrigió él. - Ingeniería. ¿ Y vos? -


- Arquitectura. - Dijo la mina con una risita disimulada. Sin duda, se trataba de una futura arquitecta.


- ¿Qué es lo gracioso? -


- Me acordé de un chiste de arquitectos sobre ingenieros. - Seguía sonriendo. Y puso cara de seria. Todos saben que para contar un chiste hay que ponerse serio.


- Dos tipos se suben en un globo y salen a dar una vuelta. El globo sube rápidamente y de pronto el viento se los empieza a llevar lejos, muy lejos. - Se le escapó una risita, seguro pensando en el final. - El viento los arrastra y los tipos se empiezan a asustar. Vuelan durante días y días sobre pueblos y campos y montañas y llegan por fín al mar. Siguen volando y llegan por fín a una isla. En la isla hay un tipo. Los del globo le empiezan a gritar : -Eh!! De la isla!!. - La mina hace como una bocina con las manos. Se la veía graciosa.


- Qué!!!! - contesta el tipo a los gritos.


-¿Donde estamos?


- En un globo. - Dice el tipo.


-Ves!.-  Le dice un tipo al otro. - Ese es un ingeniero.


- ¿Porqué?


- Porque lo que dice es cierto, pero no sirve para un carajo!!.- Y la mina se rió. Y él también. No era el primer chiste que le contaban referido a su profesión. Se iba acostumbrando. 


- Es bueno, muy bueno. - Dijo él, riendo todavía. - Bastante bien para alguien sin pecas.


- No te ofendiste. ¿No?. - Preguntó la mina mientras se iba poniendo seria de nuevo. Cara de escuchar "Alice in Chains" y comer chicle. 


- Para nada. - Eso también era cierto. No se podría haber ofendido. No con esos ojos.


- Contame un chiste. - Pidió la mina.


- No sé ninguno. - Mintió él, mientras recordaba la época en que tocaba la guitarra y contaba chistes durante horas. Pensó si no hubiera sido buen comediante. Payaso, con todas las letras. 


- Mentira - Demasiado fácil. - ¿Cómo no vas a saber ninguno?. Todo el mundo sabe algún chiste. - Recriminó medio en joda la mina. Cara de nena otra vez.


- Yo no. - Dijo él, un poco más serio. - Al menos no me acuerdo ninguno ahora. - Eso si era cierto. Pasaba siempre. Uno solo sentado en el inodoro podía cagarse de risa por horas recordando chistes. Frente a un auditorio de más de uno la memoria comenzaba a fallar, como un motor que se va a quedar sin nafta y te dejaba en bolas en medio de la ruta, en pedo y en invierno, y con lluvia.


Después de varios segundos de silencio la mina bajo la mirada hacia la revista y él se dio cuenta que había perdido la oportunidad de seguir conversando, conociéndola. Lentamente el también busco sus auriculares y empezó la retirada fijando la mirada en el respaldo de el asiento de adelante.

2 hombres en la playa

Todavía podía recordar aquella mañana. No podía precisar hace cuanto había pasado. Ni podía explicar porque recordaba esa mañana en particular. Las imágenes venían a sus ojos como dibujadas en grafito, de a poco. Los dos hombres caminando acompasadamente por la playa. La arena blanda se hunde bajo sus pies. Uno lleva las manos en los bolsillos del pantalón. Lleva el pantalón arremangado y parece incómodo ante la situación, quizás nervioso.
El viento sopla débilmente y la arena desobediente y húmeda se niega a seguir sus designios. Los dos hombres hablan. No parece que estén conversando. Es una de esas charlas en las que cada uno dice lo que quiere sin escuchar al otro. 
Los hombres caminan; caminan y conversan bajo el sol. Se miran de vez en cuando. Se observan buscando un gesto, una seña. Un indicio más allá de las palabras.
Los hombres se conocen. Saben que no esperar del otro, que no están dispuestos a perdonar. Los dos saben que uno de ellos no miente, es transparente; no sabe ocultar sus pensamientos, sus miedos. Es vulnerable, aún después de tantos años. Es el más viejo de los dos.
Vino a este presente desde muy lejos, hace mucho, arrastrado por las circunstancias. Era muy chico cuando llegó. Tan chico como para dejarse llevar a través de un mar de promesas.

A lo largo de muchos años construyó una vida real en esta realidad. De a poco, con tropiezos, fue transformándose en alguien. Conoció a mucha gente. Gente de todo tipo: ladrones, locos, mujeres, niños, poetas, un músico, negros, blancos, histéricos, vagos. Conoció buenas personas y también hijos de puta; aunque la mayoría eran un poco mezcla de las dos cosas. No podía recordar sus caras, se borraban lentamente y el no podía retenerlas. Se asomaban a su memoria como saludándolo desde lejos, y sonreían. Formaban parte de él y a la vez no le pertenecían.

El hombre viejo hizo muchas cosas, buenas y malas. Básicamente buenas; era una cuestión de esencia. Como el cuento del escorpión y la rana. Era algo inherente a su naturaleza, como si no pudiera cagar a nadie, o al menos le costara más. Él no creía ser básicamente bueno, solo creía en su conciencia, creía en poder dormir tranquilo y en ser honesto. ¿Honestidad? No era algo fácilmente definible, al menos no para él. Le gustaba pensar que él era honesto.
Recorría el mundo con sus manos abiertas, como buscando algo. Como si fuera un sobreviviente de mejores tiempos. Y nunca se olvidó de donde había venido. Su hogar original. Un hogar desdibujado por el paso del tiempo. Hogar de casas blancas pintadas a la cal, donde las montañas oscuras bajaban desde el cielo hasta el mar. Un mar oscuro y brutal con barcos de pescadores flotando a lo lejos.
Recordaba los juegos, los chicos más grandes tirándose al mar desde las rocas. El viento salado y húmedo en la cara. El frontón de ladrillos desconchados. El ardor de las manos desnudas golpeando la pelota. Los inviernos crudos y demasiado fríos para haber sido reales. Los bailes. Las jarras de sidra que no le dejaban tomar. La siega durante las vacaciones en casa del abuelo. La nieve, blanca, intensamente blanca que lo cubría todo como decretando una tregua a tanto verde. Verde intenso, amarillo intenso. Colores intensificados en instantáneas. Cuadros.
Recordaba el agua fría y salada, la sensación de ahogarse mientras se le terminaban las fuerzas. La desesperación por volver a la orilla. Regresar a esas piedras. Regresar...
- Uno nunca debería volver. - Lo había dicho una vez. Bastó para saber que así debían ser las cosas. No debía volver. No debía buscar su infancia, los lugares de su infancia. Intuía que la realidad  puede destruir cualquier sueño, cualquier dimensión o aroma que uno pudiera recordar.

El hombre más joven camina nervioso por la playa. No le gusta la arena, la sensación de la arena entre los dedos de los pies. Quisiera estar muy lejos. En otro lugar. Un lugar más reconocible. Sentir esa sensación de control sobre las cosas que lo tranquiliza. Control sobre los demás. Esa efímera sensación de poder.
Es un bicho de ciudad, según él mismo, pero sus nervios tienen más que ver con la situación y la posibilidad de alguna pregunta incomoda que con el paisaje.



A la distancia, la imagen vuelve, recurrente, una y otra vez, como esos sueños en los que uno se despierta a medias. A través de los borrones de la imagen, él se reconoce, en ese momento, ese lugar; él estuvo ahí, en esa playa. No puede terminar de darse cuenta cual de los 2 hombres era él.

Tuesday, August 20, 2013

De viajes y de excusas

- Mirame. ¿Qué ves? - Dijo él, mientras agarraba su mano con fuerza, con esa fuerza que ella conocía tan bien.
Ella lo miró, lo observó lentamente y dejo que sus ojos recorrieran los rasgos cansados del hombre que tenía a su lado. Miró con detenimiento esos ojos cansados, descubriendo pequeñas arrugas alrededor de ellos. Luego, se detuvo un instante en las líneas de la frente, signos de evidente preocupación; pensó que algunas cosas no podían cambiar. Sintió alivio al descubrir los rastros incipientes de una barba despareja. Pequeños parches rojizos entre los ásperos contornos oscuros, igual que siempre; aunque esas canas que comenzaban a aparecer de a poco no estuvieran originalmente en el libreto. De pronto, se sorprendió recorriendo con los dedos el perfil irregular de la nariz de él, y la cicatriz y la fractura del tabique seguían estando allí, donde un golpe en la oscuridad las había puesto hace mucho tiempo.
Entonces escuchó una voz, que reconoció un instante más tarde como suya, decir:
- Veo un hombre cansado. - y mientras comenzaba a sonreír, agregó: - Un "Hombrecito" cansado y muy quejoso.
Y él también sonrió, reconociendo la costumbre de ella de reprocharle sus quejas.
Complicidad, esa era la palabra exacta. Simple complicidad que permitía volver, volver a ese cuerpo conocido. No era un truco, solo se conocían lo suficiente como para aparecer de improviso cada uno en la vida del otro sin pedir permiso.  
- Sabes que no me quejo siempre - Contestó él, conociendo de antemano lo que ella iba a decir.
- Solo te quejas frente a mí, para dar lástima - Respondió ella justo a tiempo.
- Te haces la "victima". Algún día me voy a cansar - Agregó ella de manera cortante.
Y él, entonces pensó, sintió, que algunas cosas si podían cambiar o por lo menos desgastarse. Se acordó de una película, o había sido una serie, no estaba seguro, en la cual un padre a punto de separarse, explicaba a un hijo desesperado el porqué de la separación con su madre. El actor padre era Víctor Laplace, eso era lo único de lo que estaba seguro, y el diálogo o monologo giraba alrededor de una metáfora gastronómica.
El padre decía:
- Imaginate que tu comida preferida son los ravioles de ricota. Te gustan con salsa, con crema, con pollo o con carne. Podrías comer ravioles de ricota siempre, toda tu vida. - A continuación, una pausa establecida por el guionista y después continuaba, más o menos así.
- Un día el sueño se te hace realidad. Vas a comer ravioles de ricota por el resto de tus días, en las buenas y en las malas, en salud y enfermedad. - Esto último lo había agregado él mismo, en su imaginación, a modo de insolente juego de palabras.
- Sos muy feliz. Comés ravioles un día, dos, tres, hasta que perdés la cuenta. Nunca podrías cansarte. Nunca.
- Hasta que te cansás. - No recordaba si esto lo decía el padre o el hijo. Ahí terminaba la metáfora. Uno podía cansarse también de las personas, del amor. Ese parecía ser el mensaje.
Volvió lentamente a la realidad, a ese momento en particular que los atrapaba a los dos en la misma pieza. Pensó que, en honor a la verdad, ellos ni siquiera habían tenido oportunidad de cansarse uno del otro.
- Y si me canso yo primero. - Retrucó un poco tarde.
- ¿ De qué ? De mi no, supongo. - Dijo ella con un guiño.

Se preguntó cómo sería cansarse de ella, que lo cuidaba y lo lastimaba, como si tuviera la exclusividad. Para cansarse uno de otro tendrían que haber pasado más tiempo juntos. Ellos no habían pasado mucho tiempo juntos. Demasiada gente en el medio, demasiadas excusas. Se habían mantenido a salvo, uno del otro, casi sin querer. El que había empezado con las excusas había sido él. Las apariencias. Las ocupaciones. Los viajes. Los viajes. Los viajes. Los viajes necesarios para avanzar en su carrera. Su carrera había sido el motivo original. Después la carrera se fue al carajo, pero los viajes no. Los viajes seguían, alejándolo regularmente de ella, que se fue dando cuenta que tampoco tenía sentido esperarlo como una Penélope moderna. Y entonces ella también empezó con las excusas y las excusas y los viajes y las excusas fueron tejiendo una especie de red alrededor de ellos que no les permitía estar juntos, pero tampoco les permitía alejarse definitivamente. Y así pasaban los meses y los años y las noches, largas y cortas noches, donde cuando por fin podían estar solos disfrutaban, disfrutaban como locos, pero solo hasta el amanecer, hasta el siguiente viaje, hasta la siguiente excusa. Una y otra vez, una y otra vez, hasta esta noche. Esta noche donde parecía que al fin alguno de los dos, probablemente ella, decidiera terminar de una puta vez por todas con las excusas, las esperas y el amor, o lo que quedaba de él.