Saturday, November 30, 2013

El año de la serpiente...

No se puede saber de antemano como va a terminar esta historia. O cualquier otra historia. O si, tal vez si. A lo mejor se puede predecir un poquito el futuro. Como las predicciones de un vidente, como la predicción diaria de los horóscopos, como las predicciones anuales del horóscopo chino. Ese horóscopo chino que predijo que este año que se esta yendo, el “año de la serpiente”, iba a ser para nosotros los chanchos, un año de mierda. Año de apretar los cantos, culito contra la pared. Manejo conservador de la plata. Oportunidades en el amor.

Viéndolo en perspectiva no fue tan distinto a cualquier otro año. Un comienzo un poco accidentado con unas vacaciones que tuvieron una cuota de aventura mayor a la esperada. El hombre y su pequeño vehículo a merced de la naturaleza. O como un derrumbe en la cordillera, en el paso de Mendoza hacia Chile, te termina haciendo conocer la provincia de San Juan. Esta bueno, no conocíamos San Juan. Pasamos cerca, bien cerca de las polémicas minas de oro. Evidente influencia de las mineras en la vida de todos los pueblos que íbamos recorriendo en nuestro paso hacia la cordillera, las cumbres nevadas y el paso de Aguas Negras. Desde los cartelitos en los comedores y proveedurías anunciando que trabajan con algún tipo de cuenta corriente para el personal de las mineras hasta una especie de centro de participación comunal construido y donado por las empresas, en un cruce de rutas en medio de la nada. Camionetas nuevas, inmensas, blancas, con sirenas y luces en el techo. Los guías de convoy que van abriendo el camino. Convoys de gigantescos camiones que llevan y traen cosas desde y hacia las minas, allá arriba en las montañas que rodean el valle. Esas montañas nevadas que parecían decirnos “por aquí tampoco pasaran”. Y no pasamos. Al menos no al primer intento. De alguna manera estúpida, inexplicable, en algún punto entre la aduana argentina y la aduana chilena perdimos uno de los documentos de identidad y no pudimos ingresar a Chile. Llanto, furia, impotencia, desesperación. Vuelve atrás 3 casillas. 

Regresar por donde vinimos. La cordillera, el camino de tierra, el paso a 3800 metros de altura, la inmensidad de las cumbres que nos siguen mirando desandar el camino despacito, tristes, apunados. El rescate inesperado de un motociclista en apuros en medio la travesía, con el aire livianito a nuestro alrededor. Recorrer lento los caracoles de la cuesta de Sarmiento sin mirar para abajo. Empezar a bajar. Regreso al pueblo de Las Flores, atravesando los restos de aludes que había ido dejando sobre la ruta la tormenta que se había desatado después de nuestra partida esa mañana. Buscar un lugar para dormir. Comida caliente. Dormir.

Otro día. La luz del sol iluminando los restos de la tormenta. Inundaciones que dejan ramas y palos desparramados a nuestro alrededor. Hacia 25 años que no había tormentas e inundaciones semejantes en la región. Acequias destruidas. Caminos tapados por los aludes. Maldita serpiente.

¿Nos volvemos o seguimos intentando? Miro a mi hijo. Le prometí llevarlo de vacaciones a Chile. Conseguimos que nos envíen otro documento de identidad. Mientras esperamos que llegue, seguimos paseando un poco por la zona mientras la gente del lugar nos sigue contando, detallando, los desastres que la tormenta dejo.

Segundo intento de cruce a Chile. Los empleados de la aduana nos miran desconcertados. ¿Van a volver a cruzar? Nos miramos y nos reímos. Ellos también se ríen. Subimos a nuestro pequeño vehículo rojo y nos despedimos a bordo de ese pedacito de hogar rodante que encara invencible hacia las montañas desafiantes.

Los Andes. La cordillera otra vez. La belleza violenta de esas montanas inmensas. El caminito serpenteando, primero hacia arriba, arriba, mas arriba. Después bajando empinado hasta el fondo de los valles marcados por cauces de agua de deshielo. Le digo a mi hijo: “por acá paso San Martin”. Bueno, no exactamente por acá, pero no importa. Imaginate cruzar estas montañas a lomo de mula.

A las 3 horas y media llegamos a la aduana chilena. Más caras de sorpresa de algunos empleados que nos reconocen. La familia que perdió los documentos. Un empleado de aduanas parado en la entrada sostiene en la mano los documentos que perdimos. Los habían encontrado ese mismo día, tirados a pocos metros del lugar. ¿Una especie de señal?

Atravesamos la frontera. Seguimos bajando por la ruta prolija, hermosa. Vamos buscando el mar. Los abrazos de los amigos que nos esperan. Una cerveza fría. Varias cervezas frías. Llegamos a un primer pueblo, precedido por viñedos que bordean la ruta y se extienden hasta la punta de los cerros. Lo atravesamos lentamente. Seguimos bajando. Viñedos. Más viñedos. Recorremos el Valle del Elqui. Bordeamos un lago y un dique gigantescos. Seguimos bajando hacia el mar. Vamos llegando al mar. Los carteles prolijos nos van guiando. Empezamos a intercambiar mensajes de texto con los que nos están esperando en la playa. Nos vamos acercando. La cerveza esta más cerca. Más cerca. Llegamos. Llegamos.  Caras sonrientes. Abrazos. Más abrazos. Una mala noticia. Se cancelo nuestra reserva porque tardábamos en llegar. Caras largas. Primera cerveza. La serpiente hija de puta otra vez, recordándonos que este es su año.

Luego de unos minutos de zozobra y varias cervezas, otra señal. Otra familia cancelo su reserva. Conseguimos la cabaña. Tenemos donde dormir. Nos empezamos a relajar. Empezamos a notar la belleza del lugar. La bahía de La Herradura iluminada por las luces de Coquimbo se despliega frente nuestro. Algunos veleros y barquitos surcan lentamente la superficie del mar. Más cerveza.

Nos vamos a dormir contentos. Sigo cumpliendo mi promesa. Mi hijo va a jugar en la playa mañana. Aunque sea por un rato, burlamos a la serpiente.


Sunday, November 24, 2013

El ultimo partido del Norte contra el Sur

Esa noche hacia frío, mucho frío. Creo que termino siendo la noche más fría del año. A nosotros se nos ocurrió jugar el clásico partido de los jueves en una cancha que quedaba lejos, bien lejos, pasando la circunvalación, como saliendo para Río Cuarto.

Llegar a la cancha desde la oficina me termino llevando casi una hora. Cuando baje del auto para abrir el baúl y sacar el bolso me di cuenta del frío. No era un frío polar de película, de esos que te congelan la punta de la nariz, o las orejas. Era un frío de vaporcito saliendo de la boca, mucha humedad, se podía ver el rocío cubriendo el pasto de la cancha.

No había vestuario o algo parecido que estuviera abierto en las precarias instalaciones que se veían al fondo. A cambiarse al auto. Un poco más de frío subiendo por las piernas mientras me sacaba el pantalón y me ponía el short de fútbol. Me puse una camiseta azul y roja de mangas largas de algodón y un polar azul encima. Medias blancas y los botines, medio baqueteados por varios años de picados semanales. Algo así como una lejana estampa de futbolista. El típico oficinista que de vez en cuando siente que puede pararse frente a un tiro libre con las manos en la cintura, mirando al arco y a la pelota como si realmente pudiera pegarle y ponerla donde quiere. Cuestión de actitud.

Similares atuendos y actitudes se repetían a medida que los vagos bajaban de los autos y se acercaban caminando lentamente. Caras de “¿cómo mierda se nos ocurrió venir a jugar hoy acá?”. Intercambiamos saludos mientras amontonábamos los bolsos a un costado de la cancha. De poco nos fuimos metiendo  en la cancha y empezamos a trotar en grupos de 2 o 3.

Importante precalentar adecuadamente, sobre todo en mi caso que hacía varios meses que no jugaba al fútbol más que en la Playstation de mi hijo. Algo así como mi regreso a las canchas. Dimos 2 o 3 vueltas a la cancha bajo el garrotillo que empezaba a caer despiadado sobre nuestras cabezas. Elongar, estirar bien los músculos de las piernas, tratando de evitar el tirón traicionero al tratar de llegar a una pelota dividida o al pegarle furiosamente al arco. El recuerdo en el cuerpo de tantos entrenamientos cuando pendejo, corriendo en noches como esta, mojándote al caer al piso, golpeándote y sintiendo el cansancio en cada respiración.

Unos piques finales y a pegarle un poco a la pelota. El Seba me la paso despacito, rastrona y le pegue por primera vez en mucho tiempo. La pelota voló hacia el arco vacío y termino dormida en la red. Buen comienzo. No me desgarre en ese primer contacto. El Santi busco la pelota dentro del arco y después de pegarle un puntazo dijo: está muy liviana, parece un globito… Algunos asintieron con la cabeza. A mi se me escapo una sonrisa. Nunca pude darme cuenta cuando la pelota estaba adecuadamente inflada.

Empezamos a acercarnos al círculo central, que en este caso era imaginario porque las marcas de cal, si es que alguna vez las hubo, ya no estaban allí.
-      - ¿Cómo jugamos? – pregunto Emiliano.
-      - Norte  contra Sur, como siempre – respondimos varios.
-      - Y… si se la bancan… – dijo el Seba, empezando a cagarse de risa.

Y es que era para cagarse de risa. Los del edificio Norte éramos más viejos y más chotos. Secretamente creíamos que podíamos dar el batacazo, pero generalmente terminábamos perdiendo ante el buen juego del Seba y los demás pendejos del edificio Sur. El Seba era lo más parecido a un jugador profesional que teníamos en la empresa. La leyenda contaba que el mismo se había comprado el pase en la época que jugaba en el equipo de la Universidad, en Buenos Aires.

Nos repartimos 11 para cada lado. Norte y Sur. Buscando la posición más adecuada para cada uno y su estilo de juego. Acordando con los compañeros como y donde íbamos a jugar cada uno. Yo me pare de lateral izquierdo. En otro momento me hubiera parado en la mitad de cancha, tirado a la derecha como un 8 de los de antes. Pero preferí jugar abajo, como para tratar de disimular mi  falta de estado y evitar tantos estragos en el rendimiento general del equipo. Y es que ya con el precalentamiento me había dado cuenta que iba a ser prácticamente imposible completar decorosamente la hora entera de partido.

Empezó el partido. Movieron ellos. A mí me toco marcarlo a Emiliano. El petiso corría como un animal. A los 5 minutos, en la primera pelota que le tiraron a mi punta, se la alcance a tocar de pedo, mandándola al corner, justo cuando ya se me iba solito. Esa primera corrida bajo la noche fría me dejo completamente sin aire. Era como que con el vaporcito que me salía de la boca se me iba yendo no solo el aire sino también la vida.

Despejamos el corner y la reventamos para arriba. A correr a mitad de cancha. Matías y un amigo que había invitado para que pudiéramos completar los 11 la empezaron a llevar para el arco de ellos. Iban tocando y triangulando hasta que chocaron de frente con los marcadores centrales.

El partido siguió parejo, raro. Inexplicablemente no nos pudieron hacer un gol hasta pasada la media hora. Creo que fue el Seba de cabeza el que abrió el marcador.

Seguimos aguantando. Seguí aguantando en mi porción de la cancha, viendo como el partido se desarrollaba lejos, mayormente en mitad de cancha. Hasta que en una jugada Matías y su amigo volvieron a intentar una pared frente a los defensores del Sur y esta vez la pelota si paso limpia en el último pase y Matías la clavo solo frente al arquero. Breve festejo  con escasos abrazos y a aguantar otra vez.

Mientras volvíamos para nuestro lado de la cancha nos miramos entre todos. A esas alturas, para nosotros, en esa noche helada, un empate era como ganar el mundial.

Seguimos aguantando. El equipo entero marcando y mordiendo, tratando de anticipar en cada jugada, porque cuando estas tan falto de fútbol, si te pasan ya no hay recuperación posible. Los 11 aguantando como equipo y yo tratando, de mi lado de la cancha, que no se me escapara Emiliano y que no me diera un bobazo.

Y cuando ya faltaban solo 10 minutos, hicimos otro gol. Creo que fue de cabeza. No puedo recordar exactamente quien hizo el gol. Debió haber sido por el cansancio ya insoportable a esas alturas o a lo mejor por la falta de oxigeno.

Y terminamos aguantando el 2 a 1, cagados de frío, y cuando el encargado de la cancha vino a decirnos que se termino, que se había cumplido la hora, nos miramos y festejamos. Festejamos de golpe, a los gritos, como si hubiéramos ganado un campeonato. Festejamos porque habíamos ganado uno de esos partidos que si lo volvíamos a jugar 50 veces lo perdíamos las 50. Festejamos mirándonos cómplices, porque cuando uno esta tan hecho mierda, tan alejado del fútbol, sabe lo que vale aguantar un partido entero contra pendejos a los que les llevas 15 años de edad. Festejamos porque sabíamos que los íbamos a gozar por lo menos hasta fin de año. Y no les íbamos a dar revancha. Iba a ser el ultimo. Y festejamos porque en esa noche fría y húmeda, íbamos a volver a casa y le íbamos a poder contar a nuestras familias como fue que ganamos el partido contra los del Sur, aguantando hasta el final.

Saturday, November 23, 2013

La luna y las estrellas...

Se hace difícil escribir estos días. Falta de tiempo o de ganas. Me había propuesto escribir algo todas las semanas. Intentar mantener cierta especie de ritual, cierta constancia, pero eso esta empezando a hacer que esto se parezca a un trabajo…


Cuando era chico quería ser astronauta o cocinero, en ese orden. Quería subirme a un cohete con mi traje espacial y volar al espacio en medio de una inmensa llamarada de colores, rápido, rápido, más rápido que el sonido. Y trataba de imaginar como seria ver la tierra desde arriba, desde la luna por ejemplo. Tratar de identificar las montañas y los mares, tratar de encontrar mi país, mi casa, así vista chiquita desde el espacio.
Imaginaba que volaba por el espacio, en naves estilizadas, como aviones de papel  blanco, brillantes bajo la luz de las estrellas. Y volaba entre los planetas y sus lunas y pasaba cerca de Saturno y los anillos y después seguía volando, cada vez mas lejos, como esas pequeñas navecitas solitarias que los norteamericanos enviaron al espacio exterior con un mensaje de presentación de la humanidad grabado en un disco de oro.

Y volaba entre las estrellas, con solo un pequeño avioncito en mi mano, moviéndolo a lo largo de los dibujos de las paredes de la casa de mis padres, imaginando que las suaves líneas de distintos tonos de las vetas de la madera eran los contornos de constelaciones y nebulosas lejanas, los ojos redondos y oscuros que a cada tanto cruzaban la superficie eran gigantescos planetas o agujeros negros. Y con los agujeros negros había que tener mucho cuidado. Te podían tragar con la nave / avión enviándote a otro universo o a otra dimensión o simplemente a la nada.

Y a veces pensaba en todo lo que iba a tener que hacer para poder ser astronauta. Había visto un documental en blanco y negro donde mostraban que los astronautas corrían en una cinta mientras respiraban con una mascarilla conectada a unas maquinas que controlaban su respiración y después se subían a una silla cohete que los disparaba a gran velocidad hacia el cielo y bajaban colgados de un paracaídas. Y había que estudiar mucho y aprender a volar, primero en aviones chiquitos, después en cohetes, primero dando vueltas cerquita de la tierra, como la perra Laika o los monos de la NASA, para finalmente volar hasta la luna como Neil Armstrong.

Y aunque había que hacer un montón  de cosas para poder ser astronauta a mi no me importaba porque tenía tantas ganas de volar que sabia que nada me iba impedir llegar a la luna y las estrellas. Sabía que algún día iba a subir por la escalerilla de un cohete blanco y plateado y antes de cerrar la escotilla me iba dar vuelta para saludar a mi mama y ella iba a estar ahí jovencita como la recuerdo de cuando era chico, despidiéndome mientras yo volaba hacia las estrellas.

Saturday, November 16, 2013

Cuando nos encontramos...

Afuera sonaban las cacerolas. Adentro nosotros nos acurrucábamos abrazados, llorando despacito sin entender porque. Las torres habían caído hacia 3 meses mientras nosotros empezábamos nuestra historia de amor.
Como entender todo lo que pasaba alrededor mientras nosotros mismos todavía no terminábamos de entender, de procesar la alegría, la emoción inmensa que nos provocaba el habernos encontrado. Como si hasta ese momento hubiéramos sido 2 náufragos flotando en un mar de gente sin poder encontrarnos. Hasta que nos encontramos. Y nos miramos. Y el mundo exploto a nuestro alrededor. Y siguió explotando. En colores. En blanco y negro. Muy rápido. Muy despacio. Con nosotros dos abrazados en el centro, llorando despacito.

Tuesday, November 12, 2013

Semana complicada...

Semana complicada... monton de cosas feas... monton de cosas lindas... imposible encontrar el espacio / tiempo necesario para escribir alguna de las millones de cosas que me pasaron por la cabeza estos ultimos dias...

Saturday, November 2, 2013

El perro Joaquin

Nuestro primer perro se llamaba Joaquin. Si bien yo siempre había tenido perros de chico y en orden estrictamente cronológico mi primer perro había sido un perro policía que se llamaba Puma, Joaquin fue el primer perro que tuve cuando yo mismo ya era padre.

Hacia pocos días nos habíamos mudado a nuestra nueva casa, un pequeño dúplex en un barrio hermoso lleno de plazas y arboles en las veredas, dejando atrás el que había sido mi último departamento de soltero. Mi mujer, que siempre había tenido perros  y es definida por su propia madre como “perrera”, encontró a este cachorrito en la calle cerca de la casa materna y se lo llevo con ella. El perrito era chiquito, flaquito, tenía pelo corto blanco con algunas manchas negras y para cuando yo lo vi por primera vez al regresar del trabajo, ya no tenía las garrapatas que según me contaron, le cubrían aproximadamente la mitad del cuerpo cuando lo encontraron. Lo habían llevado al veterinario y ya lo habían curado de las heridas que pulgas y garrapatas le habían causado y además lo habían desparasitado. Lo único que teníamos que seguir tratando era la sarna que el pobre Joaquin también tenia y para ello teníamos que bañarlo y aplicarle un liquido especial durante varias semanas.
Joaquin, como la mayoría de los perros de la calle, desde el primer momento fue muy dócil y era casi imposible no caer rendido a sus ojos compradores. El perrito se dejaba curar las heridas y soportaba estoicamente los baños a los que lo sometíamos prácticamente todos los días y aguantaba casi sin lamerse, las aplicaciones de los líquidos que le iban terminando de curar la sarna.

Pasaron las semanas y Joaquin se fue mejorando y fue creciendo y engordando hasta parecerse finalmente a un perro hecho y derecho. Dormía en el pequeño patio del dúplex,  debajo del asador y durante el día pasaba la mayor parte del tiempo dentro de la casa, jugando con mi hijo que apenas empezaba a gatear. Los fines de semana o algunas tardes cuando volvía temprano del trabajo, salíamos a pasear los 3 hombres de la casa; mi hijo en su cochecito de bebe, yo detrás empujando el cochecito y Joaquin a un costado con su collar y una correa finita de color azul. Solíamos ir a una plaza a 2 cuadras de casa y ahí nos sentábamos y jugábamos los 3. Jugábamos todos los juegos que un bebe, su papa y un perrito de la calle adoptado podían jugar en una plaza. Y la gente pasaba y nos miraba y un día una mujer que nos estaba mirando se nos acercó y me dijo “trajiste 2 cachorritos” y se quedo mirándonos jugar un rato mas. De esa época tenemos una foto que le sacamos una vez que trajimos unos huesos gigantescos que habían quedado de una pata de ternera que habíamos comido en un festejo y en la foto se lo ve a Joaquin con cara de felicidad, en el pasto de nuestro patio, al lado de uno de los huesos que eran casi mas grandes que él.

Cuando estábamos en casa, tratábamos que Joaquin no saliera solo a la calle, que no se escapara pasando su cuerpo flaco a través de los barrotes de la reja de la cochera. Era muy chiquito y teníamos miedo que los otros perros de la cuadra lo pudieran lastimar o se perdiera y no supiera como volver, como regresar a casa. Y en general Joaquin no se escapaba. Hasta que un día se escapo. Alguien, no puedo recordar exactamente quien, dejo una puerta abierta y Joaquin, aprovechando el descuido, se dio a la fuga, rápido, veloz, dando saltitos como una gacela de Thomson.
Pasaban las horas y Joaquin no volvía. Lo salimos a buscar por el barrio y no lo pudimos encontrar. Hasta que se hizo de noche y regresamos cabizbajos y preocupados a nuestra casa. Cenamos en silencio y cuando nos estábamos por ir a dormir mi mujer se puso a llorar desconsolada, preocupada por el pobre perrito que se había perdido o había sido secuestrado por algún desconocido en la calle. Nos acostamos y como a eso de las 3 de la mañana mi mujer se despertó, alertada por ruidos en la planta baja. Bajamos las escaleras y cuando abrimos la puerta del frente que daba a la cochera nos encontramos con Joaquin que había vuelto y nos hacia fiesta como si los que hubiéramos vuelto de algún lado fuéramos nosotros. Mi mujer lo alzo y lo abrazo y se puso a llorar, esta vez de la alegría. En medio de los festejos imaginábamos que Joaquin, al fin y al cabo un perro aventurero, había escapado de sus secuestradores para volver a casa, con nosotros.

Pasaron los días y Joaquin no volvió a escapar. Hasta que se volvió a escapar. Y esta vez fueron 2 o 3 días. Y luego volvió. Y se volvió a escapar de nuevo. Y a los 2 o 3 días regreso  nuevamente. Y de a poco la teoría conspirativa de los secuestros que yo había elaborado para tratar de explicar las ausencias de nuestro perro fue perdiendo sustento. Y así, el ciclo de escape y regreso se repitió varias veces de forma misteriosa, hasta que un día mientras Joaquin se escapaba y se alejaba dando saltos, mi suegro, que estaba de visita en casa, se decidió a seguirlo y salió corriendo detrás de él.
Pasaban los minutos y ni mi suegro ni el perro regresaban. Cuando ya estábamos empezando a pensar que nos iban a pedir rescate por ambos, vimos que mi suegro regresaba caminando tranquilo con una sonrisa en la cara. Entramos a casa y entonces nos conto lo que había pasado: había seguido corriendo al perro que iba disparado como un misil por varias cuadras, cruzando una plaza, ladrando, como saludando a sus conocidos del barrio, hasta que después de unos minutos el perro se detuvo enfrente de una casa y antes que mi suegro pudiera acercarse entro muy decidido. Mi suegro se acercó hasta la casa y toco timbre y entonces se asomo una mujer y mi suegro le explico que el perro que acababa de entrar era nuestro. La mujer sonriendo le explico que ella tenía una perrita, que la perrita aparentemente estaba en celo y que nuestro perro la había estado “visitando” los últimos tiempos. Mientras mi suegro terminaba el relato nos empezamos a reír los tres. Nuestro perro no había estado secuestrado, simplemente se había puesto de novio. ¡Bien por Joaquin! Teníamos un perro galán.
Con el tiempo, Joaquin se siguió escapando. Creo que no es que la pasara mal con nosotros, sino que simplemente su instinto o sus ganas de pasear, de volver a la calle, lo llevaban a escaparse buscando un poco mas de libertad. Pero siempre volvía. Volvía un poco mas flaco, cansado, con ganas de dormir un rato, como si fuera un adolescente volviendo del boliche, con su collar verde en el cuello. Hasta que una vez volvió sin el collar. Maldije a quien se lo había robado y le compre otro. Se volvió a escapar y volvió nuevamente sin su collar. Maldije nuevamente y compre otro collar. Se volvió a escapar y volvió sin el collar. Maldije por última vez y compre otro collar. El perro escapo nuevamente y obviamente volvió sin collar. No maldije ni compre más collares. Y el perro se volvió a escapar, pero esta vez sin collar. Y pasaron 2 o 3 días y el perro Joaquin volvió, ¡con un collar! Era un hermoso collar amarillo con detalles de cuero marrón que seguramente otra familia que también lo había adoptado le había comprado. Mi perro tenía 2 familias. Joaquin no solo era un galán, en realidad era un perro pirata.

Y un día, Joaquin se volvió a escapar. Y pasaban los días y el perro pirata no volvía. Y cuando ya nos habíamos empezado a preocupar de nuevo porque hacia como una semana que nuestro perro no regresaba, el perro volvió. En realidad lo trajeron de regreso. Estábamos tomando mate en la vereda y un auto se detuvo en la esquina. Se abrió una ventanilla y por la ventanilla salto Joaquin y vino saltando feliz hasta donde estábamos nosotros. El auto se estaciono unos metros mas adelante y se bajo un hombre que vino caminando hacia nosotros.
-          ¿El perro es tuyo? Me pregunto el hombre.
-          Si, se nos escapo hace unos días – conteste, empezando a preocuparme por lo que pudiera haber hecho Joaquin durante su ausencia.
-          Estaba en casa desde hace varios días, cortejando a una de nuestras perras. Los perros de casa lo toreaban todo el día, pero él no se quería ir – dijo el hombre con una sonrisa.
-          Como nadie lo venia a buscar, decidimos subirlo al auto y dar una vuelta por el barrio, a ver si el reconocía su casa y lo podíamos devolver – agrego el hombre.
-          Muchas gracias – alcance a contestar mientras el hombre se agachaba para acariciar a mi perro.
-          Cuidalo, es muy lindo perro – me dijo y se despidió de nosotros, los dueños del perro pirata.

Y otro día, un día frio de invierno, Joaquin se escapo y salió disparado para la calle y cuando vio que el portón de los vecinos de enfrente estaba abierto entro corriendo al jardín como una flecha y no paro hasta caerse adentro de la pileta que por suerte todavía estaba llena de agua. Esa vez el que lo trajo de vuelta fue Carlos, el guardia que cuidaba nuestra cuadra por las noches. Volvió todo mojado, sorprendido, con los ojos abiertos muy grandes, como consciente de haber hecho una macana.

Y así pasaron los días y los meses, con nuestra rutina familiar de escapes y regresos perrunos. Hasta un que un día Joaquin salió y una vez mas no volvió a casa. Se había ido para acompañar Marisa, la señora que cuidaba a mi hijo por las tardes hasta la parada de colectivo, cosa que se había acostumbrado a hacer todos los días. Todo iba bien hasta que a mi perro lo traiciono su instinto y salió corriendo detrás de una moto que pasaba por la avenida y un auto que venia por el carril contrario lo atropello. Yo estaba volviendo del trabajo a casa, cuando recibí el llamado de Marisa, que entre llantos me explico que a Joaquin lo habían atropellado.
Al llegar a casa, luego de guardar el auto, disimuladamente salí a buscar a Joaquin. Quería ver si lo podía encontrar para llevarlo al veterinario. Di varias vueltas por la zona donde había sido el accidente, pero no pude encontrarlo. Esa noche no pude encontrarlo.

Al otro día, de madrugada, volví a salir a buscarlo, ya con menos esperanzas de encontrarlo vivo. Y lo encontré. Finalmente lo encontré muerto, en el jardín del frente de una casa, donde estaba acostado, como dormido. Lo alce y lo lleve en brazos de vuelta a casa. Y así, Joaquin, nuestro perro pirata, finalmente volvió con nosotros, para quedarse quietito en una foto, desde donde me mira contento, con un hueso gigante a su lado.