No se puede
saber de antemano como va a terminar esta historia. O cualquier otra historia.
O si, tal vez si. A lo mejor se puede predecir un poquito el futuro. Como las
predicciones de un vidente, como la predicción diaria de los horóscopos, como
las predicciones anuales del horóscopo chino. Ese horóscopo chino que predijo
que este año que se esta yendo, el “año de la serpiente”, iba a ser para
nosotros los chanchos, un año de mierda. Año de apretar los cantos, culito
contra la pared. Manejo conservador de la plata. Oportunidades en el amor.
Viéndolo en
perspectiva no fue tan distinto a cualquier otro año. Un comienzo un poco
accidentado con unas vacaciones que tuvieron una cuota de aventura mayor a la
esperada. El hombre y su pequeño vehículo a merced de la naturaleza. O como un
derrumbe en la cordillera, en el paso de Mendoza hacia Chile, te termina
haciendo conocer la provincia de San Juan. Esta bueno, no conocíamos San Juan.
Pasamos cerca, bien cerca de las polémicas minas de oro. Evidente influencia de
las mineras en la vida de todos los pueblos que íbamos recorriendo en nuestro
paso hacia la cordillera, las cumbres nevadas y el paso de Aguas Negras. Desde
los cartelitos en los comedores y proveedurías anunciando que trabajan con
algún tipo de cuenta corriente para el personal de las mineras hasta una
especie de centro de participación comunal construido y donado por las
empresas, en un cruce de rutas en medio de la nada. Camionetas nuevas,
inmensas, blancas, con sirenas y luces en el techo. Los guías de convoy que van
abriendo el camino. Convoys de gigantescos camiones que llevan y traen cosas
desde y hacia las minas, allá arriba en las montañas que rodean el valle. Esas montañas
nevadas que parecían decirnos “por aquí tampoco pasaran”. Y no pasamos. Al
menos no al primer intento. De alguna manera estúpida, inexplicable, en algún
punto entre la aduana argentina y la aduana chilena perdimos uno de los
documentos de identidad y no pudimos ingresar a Chile. Llanto, furia,
impotencia, desesperación. Vuelve atrás 3 casillas.
Regresar por donde vinimos.
La cordillera, el camino de tierra, el paso a 3800 metros de altura, la
inmensidad de las cumbres que nos siguen mirando desandar el camino despacito,
tristes, apunados. El rescate inesperado de un motociclista en apuros en medio
la travesía, con el aire livianito a nuestro alrededor. Recorrer lento los
caracoles de la cuesta de Sarmiento sin mirar para abajo. Empezar a bajar. Regreso
al pueblo de Las Flores, atravesando los restos de aludes que había ido dejando
sobre la ruta la tormenta que se había desatado después de nuestra partida esa
mañana. Buscar un lugar para dormir. Comida caliente. Dormir.
Otro día. La
luz del sol iluminando los restos de la tormenta. Inundaciones que dejan ramas
y palos desparramados a nuestro alrededor. Hacia 25 años que no había tormentas
e inundaciones semejantes en la región. Acequias destruidas. Caminos tapados
por los aludes. Maldita serpiente.
¿Nos
volvemos o seguimos intentando? Miro a mi hijo. Le prometí llevarlo de vacaciones
a Chile. Conseguimos que nos envíen otro documento de identidad. Mientras
esperamos que llegue, seguimos paseando un poco por la zona mientras la gente
del lugar nos sigue contando, detallando, los desastres que la tormenta dejo.
Segundo
intento de cruce a Chile. Los empleados de la aduana nos miran desconcertados. ¿Van
a volver a cruzar? Nos miramos y nos reímos. Ellos también se ríen. Subimos a
nuestro pequeño vehículo rojo y nos despedimos a bordo de ese pedacito de hogar
rodante que encara invencible hacia las montañas desafiantes.
Los Andes.
La cordillera otra vez. La belleza violenta de esas montanas inmensas. El
caminito serpenteando, primero hacia arriba, arriba, mas arriba. Después
bajando empinado hasta el fondo de los valles marcados por cauces de agua de
deshielo. Le digo a mi hijo: “por acá paso San Martin”. Bueno, no exactamente
por acá, pero no importa. Imaginate cruzar estas montañas a lomo de mula.
A las 3
horas y media llegamos a la aduana chilena. Más caras de sorpresa de algunos empleados
que nos reconocen. La familia que perdió los documentos. Un empleado de aduanas
parado en la entrada sostiene en la mano los documentos que perdimos. Los habían
encontrado ese mismo día, tirados a pocos metros del lugar. ¿Una especie de señal?
Atravesamos
la frontera. Seguimos bajando por la ruta prolija, hermosa. Vamos buscando el
mar. Los abrazos de los amigos que nos esperan. Una cerveza fría. Varias
cervezas frías. Llegamos a un primer pueblo, precedido por viñedos que bordean
la ruta y se extienden hasta la punta de los cerros. Lo atravesamos lentamente.
Seguimos bajando. Viñedos. Más viñedos. Recorremos el Valle del Elqui.
Bordeamos un lago y un dique gigantescos. Seguimos bajando hacia el mar. Vamos
llegando al mar. Los carteles prolijos nos van guiando. Empezamos a
intercambiar mensajes de texto con los que nos están esperando en la playa. Nos
vamos acercando. La cerveza esta más cerca. Más cerca. Llegamos. Llegamos. Caras sonrientes. Abrazos. Más abrazos. Una
mala noticia. Se cancelo nuestra reserva porque tardábamos en llegar. Caras
largas. Primera cerveza. La serpiente hija de puta otra vez, recordándonos que
este es su año.
Luego de
unos minutos de zozobra y varias cervezas, otra señal. Otra familia
cancelo su reserva. Conseguimos la cabaña. Tenemos donde dormir. Nos empezamos
a relajar. Empezamos a notar la belleza del lugar. La bahía de La Herradura iluminada
por las luces de Coquimbo se despliega frente nuestro. Algunos veleros y
barquitos surcan lentamente la superficie del mar. Más cerveza.