Thursday, May 8, 2014

Desorden

Mi relación con el orden y el desorden es un poco complicada. Todos los días despierto manoteando el celular mientras volteo algunos de los objetos amontonados encima de la mesa de luz. La última Orsai, un libro de crónicas, un libro de Juan Villoro, la cámara de fotos, un radio reloj que hace por lo menos un año esta sin pilas, un velador que me regaló mi suegra, dos o tres piedras viajeras que mis hijos trajeron de las últimas vacaciones...¿o fueron las ante-ultimas?..  el celular que hace las veces de despertador. 

A veces, las menos de las veces, después de apagar la alarma del celular, me levanto inmediatamente. Otras veces, me vuelvo a quedar dormido. Cuando finalmente me decido a salir de la cama, medio dormido y en cuatro patas busco los zapatos y / o zapatillas que están desparramados por el piso, alrededor y debajo de la cama. 

Encaro para el baño. En el medio del baño hay una silla. Arriba de la silla hay ropa. Ropa que no necesariamente esta limpia. Ropa mía. Ropa de los chicos. Ropa de distintas eras.

Me miro en el espejo. Hay un tipo con cara de dormido que me mira del otro lado. Barba de varios días. Incipientes ojeras. Tomo mi cepillo de dientes, separándolo de la colección familiar de cepillos. Se supone que el cepillo de dientes debería cambiarse cada 2 o 3 meses. El mío ciertamente superó ese período de uso hace rato. Las cerdas gastadas han perdido su prolija alineación y me miran como diciendo ¿cuando iremos a descansar de este tipo y sus dientes torcidos?

Finalmente el cepillo vuelve con sus congéneres y yo sigo mi recorrido que desemboca en la cocina. A buscar mi taza naranja. Si tengo suerte, la taza va a estar limpia. Si tengo aún mas suerte, la cafetera va a tener café. Busco la leche en la heladera. El interior de la heladera es un pequeño universo en sí mismo. Siempre hay dos o tres tuppers con distintas comidas descomponiéndose en su interior. Una o dos cremas de leche en distinto grado de decadencia. No alcanzan, no sirven las fechas de vencimiento. Es necesario, indispensable, valerse del olfato.

Vuelvo a mi habitación, esquivando una tabla de planchar que no usé y varias pilas de ropa. Me visto con la ropa menos arrugada que encuentro. En el proceso, arrojo la remera que usé para dormir en algún lugar que no voy a poder recordar. El principal desafío es poder encontrar dos medias iguales en mi cajón de las medias. Es como si las medias estuvieran vivas y por las noches, mientras no las miro, decidieran entremezclarse, escaparse abandonando a sus parejas.

Salgo corriendo para la oficina. Mientras abro el portón para sacar el auto miro una vez más hacia los vestigios de los materiales de una obra que terminamos hace años, apilados detrás del muro del jardín. Me vuelvo a repetir que algún día los voy a sacar de allí, desarmando ese pequeño recordatorio de mi propia naturaleza.

Guardo la mochila en el baúl del auto. Dentro del baúl esta la rueda de auxilio toda embarrada que prometí colocar en su soporte al volver del último viaje. El auto arranca sin inconvenientes. La tierra que lo cubre, principalmente por fuera, no impide que el motor funcione perfectamente. Al mirar hacia atrás, mientras maniobro para sacarlo de la cochera, alcanzo a divisar una media sucia de mi hija tirada sobre el asiento y un vaso de cartón en el piso. Hija de tigre. Al volver la vista al frente, re-descubro la pila de papeles, facturas y tickets amontonada sobre la guantera. Por las dudas, ni siquiera intento abrir la guantera.

Recorro el mismo camino todos los días. Al llegar a la oficina, los papeles desparramados están ahí, sobre el escritorio, donde estaban ayer, y antes de ayer y antes de antes de ayer. Hay un post-it color rosa pegado en el monitor. En el post-it está escrito un número de teléfono que no puedo recordar de quien es.

Saco la notebook de la mochila y miro de reojo a la informe masa de papeles que sigue allí dentro, oculta de la vista de los demás mortales. Recibos, facturas, boletas de luz, boletas de teléfono, revistas del cable se amontonan en plácida anarquía.

Trabajo durante todo el día. Anoto cosas en el pequeño pizarrón de mi escritorio. Hago listas en las cuales trato de priorizar lo que tengo que hacer, lo que no debo olvidar. La superficie blanca de a poco se va cubriendo de anotaciones, flechas, símbolos... gradualmente el desorden aflora, reinando también allí. 

Al volver a casa por la tarde, descubro que el desorden me siguió esperando pacientemente durante todo el día, allí donde lo dejé al irme a trabajar. Lo poco que mi mujer pudo haber acomodado por la mañana, se vuelve a desordenar en escasos minutos, como si nunca nadie hubiera intentado alterar esa capa consistente de caos que cubre la mayoría de las superficies de nuestro hogar. 

Después de cenar, mientras miro en la tele algún programa infantil con mis hijos, observo detenidamente los rastros del desorden. La mesa del comedor cubierta de papeles y útiles de mis hijos. Las bibliotecas con los libros cubiertos de más papeles. Los respaldos de las sillas cubiertos con ropas, toallas y repasadores.

Finalmente, como todas las noches, mientras me voy quedando dormido mirando el techo acostado en la cama, imagino que mañana voy a despertar y todo va a estar ordenado y yo voy a ser yo, pero un yo más prolijo.

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