Ayer me desperté a eso de las 9:30hs. Llovía. Hacía varios días
que llovía sin parar. Me levante tratando de no hacer ruido para que no se
despierte mi hija. Una mancha de humedad en el techo del baño me mostraba cómo la
lluvia había ido penetrando lentamente las distintas capas de nuestro techo.
Fui a la cocina para prepararme el desayuno. Miré el patio
mojado por la lluvia por el ventanal de la cocina. Los jazmines amarillos al
fondo del terreno formaban una cascada de verdes hojas y gotas cayendo hasta el
césped. El cielo gris recortado por la copa de los arboles.
Prendí una hornalla y puse la plancha para hacer tostadas.
Mire hacia la cafetera sin demasiadas esperanzas. Obviamente no había café hecho.
Puse una servilleta de papel a modo de filtro. Busqué el frasco de café y
cargué a ojo el equivalente a 3 o 4 pocillos. Busqué algún recipiente para
cargar el agua y al mirar hacia mi izquierda vi el vaso de plástico celeste. Llené
el vaso con agua de la canilla y cargué la cafetera. La encendí. En ese momento,
todavía medio dormido, me di cuenta que no podía reconocer el vaso de plástico que
sostenía en mi mano izquierda. Es decir, el vaso en cuestión, no era parte reconocible
de la amorfa y diversa colección de vasos de plástico que mis hijos colectan y
tunean con calcomanías sacadas de envases de yogur. Vasos de princesa. Vasos de
Halloween. Vasos de la muñeca descerebrada de piernas largas y cintura
diminuta. Vasos de algún superhéroe o personaje de dibujos animados.
Acerqué el vaso, mecánicamente. Lo puse frente a mí. Era grande, alto. El típico vaso de cadena de
cines, que permite a un niño servirse casi medio litro de gaseosa de una sola
vez. Me llamó la atención el color celeste del plástico. El lado que tenía hacia mí era liso, no tenía
dibujos o inscripciones. Lo di vuelta lentamente y entonces lo vi, mirándome.
El Picante Pereyra. El Picante repetido en fotos blanco y negro. El Picante saludando
con el brazo derecho en alto. El Picante festejando un gol. El Picante tirando
una chilena como solo él puede hacerlo. Debajo dos inscripciones: “Picante” y más
abajo “por la camiseta”, “por el carnaval”.
¡Un vaso Pirata! ¡Un vaso de Belgrano de Córdoba! Como si
dos neuronas hubieran hecho contacto de pronto en medio de mi cabeza, recordé que
mi suegra había comentado durante la semana que el diario traía de regalo cada
domingo un vaso dedicado a cada uno de los cuatro clubes de futbol de Córdoba.
El vaso en cuestión debía ser uno de los vasos futbolísticos del diario. Siendo
el único hincha de Belgrano de la familia, era lógico que el vaso terminara en
casa.
Volví a mirar el vaso, con orgullo. Si me pudiera ver el
Pelado, pensé. Le daría envidia. Se lo podría regalar. Después de todo él es el
responsable, el culpable mejor dicho, que yo sea hincha de Belgrano. No de Talleres.
No de Instituto. No de Racing de Nueva Italia. Hincha del Club Atlético
Belgrano de Córdoba. El pirata cordobés. El celeste de Alberdi.
Originalmente, antes
de venir a estudiar a Córdoba, yo había sabido ser, por mandato familiar, por herencia
de mi abuela materna y mi tía, un hincha de Boca más. Era natural que viviendo
en una provincia donde los clubes locales apenas podían aspirar a participar de
algún campeonato regional o a lo sumo el Nacional B, uno se terminara haciendo
hincha de alguno de los clubes grandes porteños. En este país claramente
unitario en lo que a pasiones futbolísticas se refiere, uno terminaba
encontrando hinchas de Boca, River o San Lorenzo en lugares alejados de la
Capital, dispersos en la geografía nacional. Así podían encontrarse hinchas de
River en la lejanía de La Quiaca, hinchas de Boca en lo profundo de La Pampa o hinchas
de San Lorenzo o Independiente en la húmeda provincia de Misiones. En la mayoría
de los casos, extrañamente, estos hinchas remotos, nunca habían pisado la
cancha del club de sus amores. Era algo así como ser hincha a la distancia del
Barcelona, el Real Madrid o la Juventus. Había casos extraños, merecedores de algún
estudio sociológico, como el de mi propio padre o el padre del Pelado, quienes
viviendo en Misiones y desafiando las generales de la ley, eran hinchas
confesos de Estudiantes de La Plata. Previsiblemente, con el tiempo, el Pelado
mismo resulto ser a su vez hincha de Estudiantes.
Cuando nos vinimos a estudiar a Córdoba, el Pelado, que de fútbol siempre entendió mucho más que yo, se hizo hincha de Belgrano. O sea, no
es que dejo de ser hincha de Estudiantes, pero se las arreglo para hacerle
lugar a la pasión por el pirata cordobés. De a poco, como por imitación, yo que
no era un hincha muy fanático de Boca, me fui haciendo también hincha de
Belgrano. Y mientras empezábamos nuestras carreras universitarias y aprendíamos
a vivir solos en una ciudad nueva, íbamos aprendiendo también quien había sido la Chacha Villagra, donde quedaba el Gigante de Alberdi y cuantos clásicos con
Talleres había ganado el celeste.
Pasaron unos pocos años. De alguna forma avanzábamos en
nuestras carreras universitarias. Nos habíamos acostumbrado a estar lejos de
casa. Nos íbamos volviendo cordobeses. Tan cordobeses como un misionero pudiera ser. Los fines de semana jugábamos al fútbol. Los fines de semana escuchábamos fútbol en la radio. Y así pasábamos la vida. Hasta que un día, un puto día
triste, el Pelado tuvo que volverse a Misiones. Y yo me quedé.
Pasaron varios años mas. Con el tiempo, empecé a ir de vez en cuando a la cancha. Vi
al pirata jugar en Alberdi. Lo pude escupir a Graciani jugando para Argentino
Juniors a través del alambrado de la popular. Estuve en el Chateau, en medio de
los papelitos, el día que ascendimos contra Aldosivi. Vi jugar a Belgrano por
la tele quinientas veces, renegando, puteando. Descendimos. Ascendimos.¡Vi a Belgrano descender a River en el Monumental! Y siempre, todo ese tiempo, cada vez que lo veía jugar al celeste, en algún lugar adentro mío, me acordaba del Pelado, mi amigo que me hizo
ser hincha pirata y me lo dejo de regalo, naturalmente, como si hubiera nacido
en Alberdi, cerca de la cancha...
El gorgoteo de la cafetera terminando de preparar el café me
trae de vuelta. El Picante me sigue mirando con el brazo en alto. Definitivamente, cuando lo vuelva a ver al Pelado tengo que regalarle este vaso.
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