Saturday, October 26, 2013

Postal urbana: pareja de estudiantes

Iba bajando para el Boulevard San Juan, apurado porque mi hijo estaba a punto de salir del colegio y no le gusta quedarse esperando. Era una de esas mañanas de primavera donde el sol empieza a colarse entre los edificios y de alguna manera parece,  aun en medio de la ciudad, que el aire es puro, fresco. Todavía no había demasiada gente dando vueltas en la calle. El naranjita que se ofreció a cuidarme el auto tenía cara de dormido. La misma cara de dormido que supongo yo mismo debía tener aun. Cara de “que noche la de anoche!”, aunque en mi caso la cara se debía al cansancio acumulado durante la semana y un poco de insomnio.
No puedo recordar que iba pensando mientras me acercaba caminando rápido al Boulevard. Recuerdo que al acercarme a la esquina, levante la vista y los vi, terminando de cruzar la calle en dirección contraria a la mía. Ella tenía unas sandalias con algo de plataforma que la hacían ver más alta, más flaca. Me pareció que tenía lindos pies. Arriba de los pies, pantalones de jean ajustados, un poco gastados, le marcaban la forma de las piernas. Largas piernas. Las caderas. La cintura. Y arriba una remera oscura con un dibujo que no puedo recordar si tenia alguna inscripción o leyenda o solamente el dibujo. Una cartera pequeña cruzada en bandolera y el pelo castaño suelto, ondulado y largo hasta los hombros, apenas agitado por el movimiento al caminar. La cara lavada, sin maquillaje. Ojos oscuros sin lentes y una sonrisa apenas asomando de unos labios finitos debajo de la nariz. Como un par de detalles de terminación finales, alcance a identificar un par de lunares y algunas pecas.
El venia arrastrando una valija oscura, gastada, con rueditas. Esas rueditas pequeñas que claramente no están pensadas para circular por las veredas y calles de la ciudad y hacen que uno golpee la valija contra todos los pequeños escalones que inexplicablemente se van presentando y en especial contra los cordones de las veredas. La valija me hizo recordar por un instante que yo también estuve ahí, en la misma situación, volviendo / yendo de viaje, arrastrando una valija una y otra vez, a lo largo de varios años, mientras estudiaba en la facultad. Pude verme de nuevo despidiéndome de mi familia, mis amigos y subiendo a un colectivo. La sensación de tristeza. Empezar a extrañar mientras el colectivo encaraba la ruta.  
Él tenía zapatillas oscuras de lona, bastante limpias. Pantalones de jean no tan ajustados, bastante nuevos. Las piernas alcanzaban a dibujarse chuecas debajo de la tela de los pantalones, como dándole cierta estampa de deportista. La remera holgada era de color verde oscuro, lisa, sin inscripciones. El pelo corto coronaba una cara con cierto cansancio dibujado en los ojos. Detrás del cansancio, los ojos tenían cierto brillo especial. Tarde un instante, pero logre reconocer el brillo, el origen del brillo, en el momento en que finalmente pude ver sus manos entrelazadas, como completando el cuadro. Recordé que yo también estuve ahí, tomando de la mano a mi amor, caminando por las mismas calles, brillando hermoso, invencible, con toda la vida delante mio.


Me hice a un costado mientras ellos pasaban a mi lado mirándose y continúe caminando hacia el colegio de mi hijo, empezando a olvidarlos lentamente.

Wednesday, October 23, 2013

El periodista y el entrevistado

Prendo la tele. Programa de periodismo político. Sonamos. Decido verlo. En el pasado el periodista que conduce el programa supo gozar de mi simpatía, como me lo recuerdan 3 libros suyos que reposan en la biblioteca, al alcance de mi vista. El periodista presenta una nota. Vamos a ver un video tipo cámara oculta, filmado por un agente del orden, en el cual se puede ver a un señor diputado de la Nación resistiéndose a que le retengan el auto por haber cometido una infracción, o mejor dicho por estar en infracción al no poder presentar documentación del vehículo que le es requerida por un agente de transito. Veo el video. Oigo el audio, la discusión entre el señor diputado y la agente de transito. Siento como que ya lo vi y oí mil veces en los últimos 10 días. Probablemente esta sensación tenga que ver con la otra sensación de hartazgo, el saberme sometido a un interminable bombardeo de propaganda política explicita y de la otra. Todo exacerbado por la época electoral en la que nos encontramos inmersos. Termina el video. Volvemos al piso. El periodista continúa hablando. Mientras habla, yo intento separar, debo confesar que sin mucho éxito, la información objetiva de las opiniones personales. En la vorágine del discurso, las opiniones pasan a transformarse casi en verdades fácticas, axiomas.
De pronto, el periodista comienza a mostrar, a señalar en las pantallas detrás de él, una serie de tweets de un conocido artista del medio que se decidió a opinar del episodio, cuestionando, desafiando de alguna forma, varias de las frases del diputado expresadas durante la discusión con la agente de transito. Parece ser que dichos tweets generaron un gran revuelo en las redes sociales y entonces el periodista explica que se decidió a entrevistar a este artista para dialogar justamente acerca de los tweets, sus opiniones y el episodio en cuestión. Sinceramente, me llamo la atención que decidieran entrevistar a esta persona en particular, debido a que no se trata de un experto en temas políticos o alguien que en el pasado se hubiera expresado públicamente acerca de este tipo de cuestiones claramente alejadas de su quehacer artístico.
Pasamos a la entrevista. El periodista canchero se muestra amigable, confianzudo. Es como si el entrevistado y el periodista se hubieran comido 1000 asados juntos. Después de romper el hielo con 2 o 3 preguntas típicas, el periodista encara para el lado de los tweets que generaron / contribuyeron al escandalo. En ese momento la entrevista se transforma en un sketch de Peter Capusotto: “Vas a decir lo que yo quiero que digas”, con el periodista insistiendo en poner en boca del entrevistado, frases que este realmente no dijo / no quiso decir en ningún momento. El entrevistado responde lo que le preguntan. No parece darse cuenta del juego planteado. Comienza a explicar porque cree tener la autoridad moral para plantear un desafío como el que propuso públicamente en los 4 o 5 tweets que salieron a la luz, algo así como: “quien me va a enseñar a mi lo que era la dictadura”. Ahí me empiezo a sorprender. No por la edad revelada por el entrevistado o el hecho que ya sea abuelo. Me sorprenden los detalles de la infancia. La descripción detallista de hechos vividos, épocas de represión, episodios violentos. El análisis del funcionamiento de aparatos represivos, implementados primero por facciones pertenecientes a gobiernos democráticos y luego por los militares golpistas.
El periodista intenta repreguntar, trata de usar algunas frases a su favor, lo logra a medias porque el entrevistado sigue con una catarata de anécdotas personales, como ajeno al juego planteado. La dinámica va cambiando. A estas alturas el protagonismo del entrevistado se magnifica y el periodista lo deja seguir solito no solo porque dijo lo que dijo, twiteo lo que twiteo, sino por todo lo que tiene para decir acerca de la libertad de expresión y otros tópicos tan funcionales, tan de moda.
Sobre el final, el entrevistado hace una última revelación acerca de su identidad, la relación con su padre y ahí si como que se nota cierto guion, cierto acuerdo previo. Últimos intercambios alrededor de la idea de la persecución a los que piensan distinto. 2 tipos hablando como potenciales victimas de censura frente a millones de televidentes.

Fin de la entrevista. Monologo del periodista estrella. Fin del programa. Los títulos empiezan a pasar mientras yo me quedo pensando en que aprendí 2 o 3 cosas de la vida personal del entrevistado y que esta bueno, muy bueno que cualquiera pueda decir cualquier cosa en cualquier lugar. Después uno termina eligiendo lo que quiere creer o a quien le quiere creer. ¿O no?

Saturday, October 12, 2013

Internet, los blogs, Twitter, la paciencia y la ansiedad...

Como dice el amigo Ernesto en su blog, un día la comunicación entre los humanos se torno asincrónica. En esa época de soltar palabras que algún día eran recibidas por los demás como botellitas entregadas al mar, las comunicaciones epistolares permitían que uno pusiera el enojo, la ansiedad, la tristeza y/o el amor en un sobre para luego enviarlo a la persona con la que quería compartir esos pensamientos / sentimientos sin saber realmente cuando se obtendría una respuesta o siquiera si se obtendría una respuesta. Esa dinámica asíncrona, de soltar un mensaje autónomo, enriquecido con todas las palabras que le permitieran sostenerse a si mismo durante todo el tiempo que durara su viaje, ejercitaba nuestra paciencia, volviéndonos irremediablemente melancólicos. Así, la paciencia pasaba a ser una de nuestras cualidades inherentes, necesarias para no enloquecer esperando. Es que enviabas una carta a tu novia a la distancia y luego de 7 o 10 días, recibías una respuesta: "Oh, ya no te quiero...". Pum!, bajón, tristeza, procesamiento asíncrono... a escribir una carta, a tomarse todo el tiempo para escribir una carta que respondiera adecuadamente a semejante mensaje. Y luego a esperar nuevamente…
Con el tiempo, a lo mejor de una manera mas rápida que lo que uno hubiera esperado, y es que para algunas cosas la vida siempre va mas rápido que lo que uno espera, las comunicaciones fueron cambiando. La interacción entre los humanos fue ganando en velocidad, inmediatez. Primero el correo electrónico y los celulares, luego Internet, esa especie de pizarrón gigante donde, si uno contaba con los conocimientos y herramientas adecuadas, se podía escribir un mensaje esperando que todo el mundo lo viera. Ultimamente el acceso “masivo” a los blogs, las redes sociales y los 140 caracteres de Twitter. “Me gusta”, “Estoy por comerme un choripán… #Choripan”.
A mi lo de la velocidad me gusta, soy como una especie de anticuado escritor epistolar adaptándose a estas nuevas herramientas que me permiten dar rienda suelta a mis ganas de comunicarme a un ritmo adecuado para mi presente ansiedad. Y es que últimamente la ansiedad me mata, me roba el poco sueño que me quedaba y me hace mirar a la pantalla del celular con una frecuencia poco razonable, al menos para alguien de mi edad (es que aunque a veces me sienta de 10 años por fuera parezco de cuarenta). Pero creo que prefiero esa dinámica a volver que tener que esperar semanas por una carta que no se si va a llegar.
También me gusta esa capacidad de reducir las distancias físicas casi a cero. La posibilidad de retomar un contacto casi diario con personas a las que quiero, personas que extraño, que me había acostumbrado a extrañar durante la era asíncrona. De pronto, mi familia, mis amigos pasaron a estar al lado mio, al alcance de mi mano.

Finalmente, lo que no me gusta son ciertas disrupciones, desafortunadas interacciones, fruto de la economía inherente al uso de estas nuevas herramientas de comunicación. Es que no todo podía ser feliz en este mundo virtual. Es que hay gente que aun cuando durante 20 años nunca me llamo por teléfono ni se digno a escribirme una carta, de pronto se “presenta” en Facebook solicitando ser mi amigo. Personas que nunca se tomaron el trabajo de escribir una carta, buscar un sobre, caminar hasta el correo y esperar, ahora pretenden ser mis amigos solamente porque es muy simple, muy fácil hacer 2 clicks y enviar una solicitud de amistad. Para ellos, mi repudio y “Eliminar Solicitud”.

Saturday, October 5, 2013

Los diablos y Angel

El abuelo de Marcos se llamaba Ángel. La abuela de Marcos, en realidad cualquiera que hubiera conocido un poco al abuelo, hubiera dicho que era una locura que se pudiera llamar Ángel un tipo que desde su más tierna edad siempre fue una especie de demonio. Y es que el abuelo siempre fue una persona de esas difíciles de tratar. Un personaje exuberante, loco, desbordado por un montón de diablos que tenía adentro. Un hombre grandote con un montón de diablos que se habían ido escondiendo, ocultos / no tan ocultos en fragmentos / recuerdos de cosas que le habían pasado y que había hecho a lo largo de toda una vida. Diablos que a menudo estallaban incontenibles, arrasándolo todo a su alrededor.
A lo mejor había sido el hecho de criarse guacho. El haber sido separado muy pronto de su madre. La vida dura en el pueblo y el campo, allá lejos en Europa. El hambre que los acorralaba robándoles el sueño a los niños, las esperanzas a los padres. Los castigos de los abuelos que no eran abuelos. El hambre. El hambre. El hambre…
Y después, un periodo oscuro. Alguien, creía que la abuela, alguna vez le hablo de como el abuelo, siendo adolescente se escapo de la casa, de la vida dura, eligiendo su propia vida, mas dura aun. Y como se fue por los caminos de un país que empezaba a estallar para buscar algo que no sabia que era.
Y después de varios años, la guerra. Guerra contra hermanos, tipos que hablaban su mismo idioma. La guerra como una forma estúpida de encontrar eso que seguía buscando. Un montón de anécdotas. Un montón de diablos más. Extrañamente, el abuelo Ángel, que nunca hablaba de su infancia y su adolescencia, si hablaba de la guerra. De la muerte. Los amigos que fueron muriendo. Desapasionadamente, y esto si era extraño en el, relataba como su amigo Mario se desangro a su lado en una noche fría de Noviembre y como el solo se quedo callado, quieto, mientras a su amigo la mirada se le iba perdiendo en la oscuridad.  Y contaba como mato a un hombre, como le disparo con su fusil, hiriéndolo de muerte. Y explicaba como eso no tenia nada de heroico, ni de dramático, como su vida no cambio a partir de ese momento. Era solo un episodio más de una crónica distante.
Y después de la guerra, la derrota. Un campo de concentración. Un pedazo de terreno en medio de la nada, alambres de púa, algunas carpas y gente desparramada aquí y allá, olor a mierda en el aire. Robarle la comida a los más débiles. Golpear, pelear en el barro. Barro y mierda. Más diablos. Alguien, el mismo, haciéndose pasar por loco para zafar. Zafar. Alguien abrió la jaula y el y los diablos salieron corriendo.
Y después el viaje. Cruzando el mar hasta un lugar que quedaba muy lejos. Nunca entendió muy bien como carajo vino a terminar acá. Tan al sur. Tan lejos de todo.
Y los trabajos, trabajos de mierda. Y los viajes recorriendo su nuevo país. Y después el pueblo. Y el taller. El taller que Marcos recordaba de memoria, de cuando todavía se podía pasar los veranos en compañía del abuelo. El taller del pueblo donde se arreglaban los autos, los camiones y los tractores con 2 o 3 herramientas, porque todo se podía reparar con 2 o 3 herramientas. Le dabas a un hombre un martillo, una pinza y un destornillador y podía cambiar el mundo, o al menos tratar de arreglarlo.
Y después conoció a la Abuela. Esa mujer de campo que se le acerco. Esa mujer que lo tomo de las manos y sintió los diablos corriendo dentro de él. Esa mujer que se sometió, en todos los sentidos, a la locura, a los diablos, al amor de ese hombre loco que lo quemaba todo a su alrededor, desgarrando, golpeando, gritando noches enteras.
Y tuvieron 2 hijos. Y los criaron. A la manera de ellos. El con locura, amor y dolor en partes iguales. Ella tranquila, como buscando compensar tanta intensidad arrasadora. Aguantando, aguantando a que los chicos crecieran. Hasta que decidió que ya había sido suficiente y que todavía podía vivir un tiempo más con lo poco que el fuego le había dejado y se fue. Y los dejo a los 3. 
Y la mama de Marcos, que era la hija más chica, termino el secundario y se fue a estudiar a la ciudad y dejo detrás a su padre Ángel, y al fuego y a los diablos. Y el abuelo, solo otra vez, empezó a tratar de sacar a los diablos. Y empezó a escribir. Con manos de mecánico, manos de taller. Y los diablos asomaban la cabeza entre las palabras que los lápices escribían sobre el papel. Y cuando alguien leía las palabras, las poesías desaforadas, los diablos le soplaban fuego y cenizas en los ojos y todos terminaban llorando, apretándose el corazón con las 2 manos.
Y cuando las palabras no fueron suficientes, Ángel empezó a dibujar y a pintar, con las manos de mecánico. En papeles blancos, en las paredes, en telas. Con colores vivos, con blanco y negro, con su sangre. Y los diablos asomaban, ahora de cuerpo entero, por entre las plantas de las selvas que él iba pintando. Selvas llenas de animales imposibles, animales salvajes, hombres locos y los diablos. Y cuando alguien miraba las pinturas, los dibujos, los diablos lo quemaban un poco con sus ojos rojos y todos se alejaban gritando, agarrándose la cabeza con las 2 manos.
Y despues, cuando tambien la pintura no fue suficiente, el abuelo demonio incansable aprendió a tocar la guitarra. Aprendió solo y empezó a cantar a los gritos. Y las canciones que cantaba, eran canciones que todos conocían, pero que cuando el las cantaba eran distintas. Aunque el repetía las letras que había aprendido de tanto escucharlas, las palabras salían cambiadas, cambiadas por los diablos que gritaban, aullaban en la voz de Ángel. Y los que lo escuchaban cantar / gritar en medio de la noche, en medio de la siesta, quedaban como tontos tomándose los oídos, incrédulos.

Y finalmente, un día el abuelo Ángel se murió. Y Marcos, cuando se entero, la miro a su mama, la hija más chica y le pregunto: ¿Que va a pasar con los diablos del abuelo? ¿Quien los va a cuidar ahora?